Cabello ceniza y sonrisa enorme. Caderas gruesas y manos sedosas. Sara tenía la capacidad de hacerte creer que el sol salía solo para acariciarte la frente y que la noche aparecía para que puedas ocultarte del miedo.
Su profundo conocimiento de la mente humana le permitió no recurrir a la ampulosidad para que comprendas lo que quería decirte. Dos o tres palabras bastaban para que entendieras que la vida comenzó antes que vos mismo, y que, por esa sencilla razón, terminaba mucho más allá de tu propia comprensión. Su fuerza natural y su sabiduría sencilla eran armas tan poderosas que podían, incluso, levantar a un gordo de la fiaca eterna; o decir un te amo desde lo más profundo de su corazón tratándote de usted; o mandarte a la puta que te parió para explicarte que ya sabía lo que le querías decir.
Sara era la metáfora de la mujer sabia. Era el dibujo en lienzo de una diosa capaz de dirigir a una tribu a su mejor destino. Y todo, absolutamente todo, apenas con dos o tres palabras.
Sara fue una segunda oportunidad. Un volver a empezar después de la pérdida más terrible. Fue la llave de una felicidad interna y cotidiana. Fue el principal motivo de que no te quisieras mover de tu casa.
Los observadores dirán que tenía un aura alrededor suyo. Una luz centellante que salía de sus blancas canas y su trigueña piel y cegaba tus ojos como al Dante cuando vio a su amada Beatriz.
Sara no necesitó del cielo, porque está a tu lado, cuidándote a cada paso que das. Está siempre, en todas partes: en la flor que nace de los jardines del coronel del Cerro de las Rosas; en la lágrima solitaria y nocturna que muere en la almohada; en la sonrisa de dientes blancos de una comida familiar; en las notas del piano de Unquillo, y detrás de los ojos de cada uno de nosotros.
Omnipresente y radiante; sencilla y misteriosa; un sueño y un despertar; el pasado y el presente; diosa y terrenal, y todo, absolutamente todo, gracias a dos o tres palabras: amor y familia.
lunes, 13 de julio de 2009
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